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CAPITULO
XXXI
LOS JUDIOS Y LA USURA
La
Europa de la baja Edad Media consideraba como verdad axiomática que ella
constituía la Iglesia universal (olvidando el cristianismo ortodoxo) y que toda
la sociedad occidental era cristiana. Sin embargo, al lado de herejes como los
albigenses y valdenses —que de cuando en cuando se constituían en grupo hostil—
había una categoría de no-cristianos convencidos que
subsistió durante diez siglos de la Edad Media y mucho más: los judíos. Aunque nunca
tuvieron importancia demográfica en Occidente, se mantuvieron obstinadamente en
su independencia racial y conservaron su capacidad de sobrevivir a los peores
tratamientos. Siempre representaron un reto para el cristianismo y, de un modo
pasivo, dieron la medida del humanitarismo y la tolerancia de que fueron capaces
los hombres de la Edad Media. Por una curiosa paradoja, en Roma, que bajo el
Imperio y durante varios siglos había albergado una importante colonia de
judíos, siempre subsistió un núcleo de ellos. Se ha hecho notar que en general
los judíos de Roma fueron tratados con tolerancia y que los papas, tanto de
palabra como de obra, fueron los más humanos de todos los príncipes de Europa.
En conjunto, los judíos siguieron los movimientos de población y se desplazaron
a lo largo de las rutas comerciales. A fines de la Edad Media, en Europa
central, establecieron vastas comunidades en los pueblos, en las ciudades
pequeñas y en el campo.
Mucho
antes de nuestro período, la legislación eclesiástica y civil había impuesto
medidas discriminatorias contra los judíos y había prohibido el matrimonio
entre judíos y cristianos. Fueron también excluidos de los cargos públicos;
pero su habilidad financiera y comercial los hizo casi imprescindibles. Gracias
a sus tradiciones inmutables y a su gran cultura jurídica, teológica y
económica fueron siempre un elemento social activo y complejo. Las autoridades
oficiales no incitaban a perseguirlos. De cuando en cuando, los cristianos
instruidos se interesaron por persuadirlos y discutir con ellos. El bautismo de
un judío era motivo de ufanía, y la apostasía de un cristiano comportaba
peligro de muerte.
La
España visigoda fue la única región en que hubo persecuciones durante el siglo
VII. Era aún la provincia romana más rica y, en cierto modo, la más civilizada.
En ella, los judíos eran numerosos y ricos. Suscitaron la envidia y hostilidad.
Varios concilios de Toledo, más sometidos al influjo real y secular que al de
los obispos, adoptaron medidas de proscripción para forzarlos a renegar de su
fe, a bautizarse o a salir del país. Fue la primera señal de la política
desastrosa que iba a prevalecer largo tiempo en la historia de España. Como
ocurrió más tarde, esas medidas tuvieron un doble efecto: los judíos más sinceros
y mejor dotados se unieron a los enemigos de España; los demás se hicieron
falsos cristianos y traidores en potencia. Los judíos apoyaron abiertamente la
invasión de los musulmanes. Cuando éstos se establecieron en España, aquéllos
los consideraron amos más soportables que los cristianos. En realidad, el genio
y la civilización de los judíos no han dado durante toda la historia de la
cristiandad frutos tan espléndidos como en la época del califato de Córdoba.
Hubo notables sabios, poetas y filósofos. Citemos a Salomón Ibn Gabirol (Avicebrón, 1021-1070) y, un siglo después, Moisés ben Maymon (Maimónides,
1135-1204), dos hombres que influyeron profundamente en los pensadores y
teólogos cristianos del siglo xiii. La persecución surgió al principio esporádicamente, luego se generalizó y,
consiguientemente, aumentó el número de judíos clandestinos.
En el
siglo VII, la conversión forzada o el destierro arrojaron a todos los judíos de
Galia y Lombardia. No
obstante, a partir de Carlomagno los judíos europeos empezaron a ser más
numerosos que los de Oriente. Los mercaderes judíos fueron cada vez más
numerosos a lo largo de las rutas comerciales. Se les protegió y favoreció. Lombardía, Provenza,
los valles del Ródano, del Rin, del Danubio y del Elba albergaron numerosas
colonias. En Inglaterra penetraron después de la conquista. El siglo XI señaló
el apogeo de la buena estrella de los judíos; poco después comenzaron las
catástrofes. En España hubo persecuciones aisladas. Las tropas que marchaban a
la primera y segunda Cruzada cometieron a su paso horrendas matanzas, sobre
todo en la Renania. Tales persecuciones fueron obra de las muchedumbres y del
pueblo. A veces los obispos —y el mismo san Bernardo, que predicó la segunda
Cruzada— hicieron lo posible para protegerlos. Los reyes de Inglaterra y de
otros países actuaron de igual modo, pues necesitaban a los judíos como
banqueros. A pesar de esas matanzas, los judíos continuaron creciendo en número
y riquezas. En las comunidades judías floreció el estudio de las Escrituras y
de la literatura talmúdica. Un género literario que cultivaron los cristianos
eruditos fue el diálogo entre el judío y el cristiano. Como siempre, los judíos
se dedicaron con éxito a la medicina. En el siglo XII (período en que se
propagaron el catarismo y otras herejías, sobre todo en Italia y en el mediodía
de Francia, y hubo reacciones de temor tanto en la base como en la cumbre de
la Iglesia) se extendió la horrenda acusación de que los judíos crucificaban a
los niños y profanaban la eucaristía. Hubo asesinatos y matanzas. Del mismo
modo que por primera vez en Occidente se tomaban severas medidas eclesiásticas
contra las herejías, los concilios pontificios empezaron a elaborar una
legislación opresiva contra los judíos. El III Concilio de Letrán (1179)
prohibió a los judíos tener servidores
cristianos y a los cristianos vivir entre los judíos. El IV Concilio de Letrán
(1215) obligó a los judíos a pagar diezmos y prohibió a los gobiernos
cristianos emplearlos en altos cargos. Además, el Concilio impuso a los judíos
la obligación de llevar una señal distintiva, un trozo de tela amarilla o roja
o, como en Italia, un sombrero de determinado color. Estas leyes establecieron
la segregación: la marca de los judíos condujo de una vez para siempre a lo que
hoy llamaríamos una especie de apartheid. Su consecuencia fue el sistema de ghettos en las grandes ciudades de Europa. Así, los judíos quedaban expuestos a
toda clase de insultos y matanzas. Fue en esta época cuando los artistas
monásticos europeos empezaron a dejar los personajes hieráticos o idealizados
para representar las personas reales que les rodeaban. Poblaron las escenas de
la pasión de rostros con los rasgos característicos de los judíos tales como
los veían a su alrededor, contribuyendo así a que se imputase a la raza judía
la responsabilidad de la crucifixión.
Sin
embargo, a fines del siglo XII y en el siglo XIII, las colonias judías de Italia,
Francia e Inglaterra conocieron un período de relativa consolidación y
prosperidad. Las presiones externas e internas se conjugaron para hacer de las
comunidades particulares y del conjunto de la nación judía un cuerpo compacto y
bien organizado, la universitas judeorum, que se conservaba y se regía a
sí mismo mejor que cualquier otra clase o corporación. Donde reinaba la paz,
florecía la vida intelectual, concentrada especialmente en el estudio de la ley
judía, de la filosofía y la literatura. En cuanto tal, la historia de los
judíos queda fuera de nuestro estudio; pero en sus grandes rasgos concierne a
la vida de la Iglesia. En Francia y en Inglaterra, los reyes protegieron a los
judíos y reivindicaron sus derechos de soberanía sobre ellos, lo cual fue al
principio muy provechoso para éstos. Pero, en los dos países, la explotación
excesiva, la confiscación de los bienes y las exacciones secaron pronto las
fuentes del río de oro. La aparición de financieros de Lombardia y de
Cahors y pronto de Florencia y Génova, muy ricos y hábiles, compensó
ampliamente la desaparición del capital judío. Eduardo I de Inglaterra,
después de haber intentado lograr que los judíos ricos se dedicasen al comercio
y los pobres a la artesanía, dio un paso decisivo: los expulsó en 1290. Tal
política fue imitada por Felipe el Hermoso en 1306 con menos honradez y habilidad
y más crueldad. Estas medidas de expulsión engrosaron considerablemente las
comunidades judías de los países de lengua alemana. En ellos, debido a la
decadencia de la autoridad imperial y central, los judíos no fueron ni
protegidos ni expulsados en masa. En vez de esto, como escribía un historiador
judío en 1931 con palabras que pronto iban a cumplirse trágicamente, Alemania
se convirtió en el «país clásico del martirio judío; la proscripción sólo se
utilizó como complemento de la matanza». Para exacerbar los
prejuicios raciales y la ira de los deudores se acusó a los judíos de matar a
los niños, de profanar las hostias y de haber propagado la gran peste de
1348-1349. Las matanzas de mediados del siglo XIV tuvieron iguales efectos que
las medidas de expulsión adoptadas en Francia y en Inglterra. Los
judíos supervivientes emigraron hacia el este. En Austria y en Bohemia se
repitió el mismo proceso en el intervalo de unos años. Los exiliados judíos
encontraron una paz relativa en Polonia, donde Casimiro el Grande (1333-1370)
les concedió su protección, cosa que les permitió hacer florecer una vez más su
herencia intelectual. A fines de la Edad Media había aún muchos judíos en
Polonia. También subsistieron las colonias de Italia, sobre todo en Roma, donde
nunca se tomaron medidas de expulsión; en Venecia, donde se acordó un estado de
tolerancia para diez años; en Calabria, donde los judíos eran los únicos
capitalistas de la región.
En este
punto, como en tantos otros, España constituyó una excepción debido a su
historia pasada. Ya hemos visto que los judíos habían tenido una vida agitada
durante la dominación musulmana. Cuando se acabó la reconquista recibieron un
trato ambiguo. Fueron considerados o como aliados de los musulmanes contra los
cristianos o como herederos de una tradición religiosa y cultural afín al
cristianismo. Los grandes sabios y poetas como Abraham-Ibn Ezra (Rabbi ben Ezra, 1092-1167) y
Maimónides dejaron su huella en la era cristiana. Alfonso VI de Castilla
(1063-1109) favoreció decididamente a los judíos; su ejército fue uno de los
pocos que en la Edad Media contaban con numerosos soldados judíos. Fue durante
este período cuando los judíos contribuyeron, sobre todo en Toledo, a las
investigaciones que los eruditos italianos y nórdicos hicieron en los tesoros
de la cultura científica y filosófica de los árabes. Esta política de
tolerancia y favor terminó al sucumbir el poderío islámico en las Navas de
Tolosa (1212). Entonces se empezó a considerar a los judíos como enemigos en
potencia. Se aplicaron los decretos del Concilio de Letrán de 1215, aunque
nunca del todo. Los judíos gozaron de paz durante más de un siglo y se
entregaron a actividades agrícolas e industriales con más libertad que en el
resto de Europa. La peste negra contribuyó a empeorar su situación. Hubo varias
matanzas; en 1391, la violencia popular dominó en casi toda la Península,
obligando a los judíos a escoger entre el bautismo o la muerte. Muchos de ellos
se sometieron; de este modo hubo en España por segunda vez gran número de
judíos clandestinos, así como de conversos sinceros, que llegaron a ocupar
altos cargos eclesiásticos. Esto constituía un problema excepcional en Europa.
Los judíos que lograron escapar de la muerte o que entraron más tarde en España
coexistían con los que externamente habían aceptado la fe cristiana —los marranos— y se habían bautizado, pero continuaban profesando el judaismo, y con los
cristianos de ascendencia judía que pertenecían sinceramente a la Iglesia
católica y gozaban de grandes honores en la Iglesia y en el Estado. Isabel la
Católica aceptó el establecimiento de la Inquisición en Castilla y en Aragón
(1480, 1484). Poco después de la conquista de Granada decretó la expulsión de
todos los judíos de España (1492). Portugal hizo lo mismo en 1496. Algunos
judíos se quedaron con riesgo de su vida. Finalmente salieron de España y
constituyeron el núcleo de las actuales comunidades del noroeste de Europa,
que, pese a practicar muy poco el matrimonio con cristianos, se integraron
bastante bien en las naciones donde fijaron su residencia definitiva. La forma
en que los cristianos de la Edad Media trataron a los judíos constituye una
página poco gloriosa de la historia. Pero, con toda imparcialidad, hay que
recordar que los musulmanes se mostraron igualmente inhumanos en diversas
épocas. También los Estados modernos, oficialmente cristianos o abiertamente
ateos, han cometido idénticas atrocidades. Aun dejando de lado las causas
morales o psicológicas que existían por ambas partes, había razones precisas
de fricción entre judíos y cristianos. El pueblo judío tiene un destino
excepcional en la historia de Europa. Ha sobrevivido asombrosamente y se ha
desarrollado en todas las épocas. Ha conservado una gran cohesión y características
muy destacadas. En algunas regiones y en algunos períodos —por ejemplo, en la
Francia merovingia y en la Europa de la baja Edad Media—, los judíos
participaron en la explotación de las riquezas naturales de la tierra. Las
cualidades judías y la organización feudal de Europa, a lo que se añadieron diversas
incapacidades legales y canónicas, impulsaron a los judíos a concentrarse en
las ciudades y a desplegar su talento en actividades financieras y comerciales.
Dondequiera que gozaron de paz se convirtieron en capitalistas y prestamistas.
En una sociedad que no comprendía la función y el empleo del dinero como
capital, esto hubiera bastado para inspirar envidia y recelos. Incluso en la sociedad
moderna, el cobro forzado de una deuda comporta algo odioso. En las sociedades
subdesarrolladas, el dominio ejercido por los acreedores sobre la clase
inferior ha constituido siempre un preludio de la revuelta. A esto se añadió la
hostilidad ideológica suscitada por el papel que desempeñaron los judíos en la
historia de los orígenes del cristianismo. Es verdad que la Iglesia cristiana
ha considerado que las Escrituras judías forman parte integrante de su herencia
y ha conservado muchas oraciones y ceremonias judías. Es verdad que los
exegetas de la era patrística distinguieron claramente entre el pequeño número
de dirigentes, responsables inmediatos de la crucifixión, y la raza a la que pertenecían Cristo y su madre, sus apóstoles y discípulos.
No es menos cierto que los Padres de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del mismo
Cristo y de los autores inspirados, consideraron que los judíos estaban
implicados en una apostasía nacional y vivían fuera de la economía de la
gracia, la cual pasó de los circuncisos a los bautizados. Pensaban, es cierto,
que debía esperarse la conversión de los judíos y rogar y trabajar por ella.
Sin embargo, creían que los judíos no sólo estaban privados de la fe cristiana,
sino que en cierto sentido la habían violado: eran los perfidi de la
liturgia. La naturaleza humana tiende a odiar la desemejanza racial e
ideológica. Los judíos eran obstinadamente desemejantes. De su parte hubo
también odio y crueldad. Con ligereza e inconsciencia se llegó a tomar medidas
de segregación y luego, trágicamente, a la persecución y al asesinato.
Se
infligieron tratos particularmente duros a los judíos porque practicaban la
usura, cosa que el derecho canónico de la baja Edad Media prohibía a los
cristianos bajo penas muy severas.
Piénsese
lo que se piense de la falta de clarividencia económica y social de esta
prohibición, no se puede imputar su responsabilidad a los papas de la Edad
Media. Es cierto que en la civilización antigua, semítica y grecorromana,
habían sido actividades económicas corrientes la utilización del capital y del
crédito, el cálculo actuarial y la práctica habitual del préstamo a interés.
Pero los teorizantes, siguiendo a Aristóteles, habían continuado considerando
el dinero como metal muerto, improductivo, como un símbolo o un medio
de cambio, pero no como una mercancía equivalente a un bien real o natural
(cosas que, con razón, se consideraban como virtualmente productivas). En el
plano jurídico no existía un control eficaz sobre las tasas de interés. En la
historia griega y en la romana abundan los ejemplos de escandalosa e
intolerable usura; por eso es natural que los Padres antiguos se esforzasen en
desarraigar el mal prohibiendo cualquier forma de interés. Se basaron en un
texto de la ley mosaica y en el consejo de Cristo —en el que vieron un mandato—
de prestar generosamente. En este punto, lo mismo que en las controversias
ulteriores sobre la pobreza de Cristo y el derecho de poseer, las tentativas
para traducir en términos jurídicos la eseñanza espiritual de Cristo estaban
condenadas al fracaso.
Sin
embargo, gracias a su gran prestigio, san Basilio y san Gregorio de Nisa y más
tarde san Juan Crisóstomo, san Ambrosio y san Agustín ganaron el pleito. El
Concilio de Nicea y san León I prohibieron a los clérigos practicar el préstamo
a interés, aunque la legislación imperial y el código de Justiniano reconocían
su existencia en los negocios temporales. Al principio de nuestro período,
cuando la vida económica dio un paso atrás y el dinero escaseó cada vez más,
hasta desaparecer casi completamente, las tasas de interés subieron y el préstamo
a interés se hizo exorbitante y odioso. En un decreto dado en Aquisgrán en el
789, Carlomagno, mezclando como de costumbre lo temporal y lo religioso,
extendió la prohibición canónica a las operaciones temporales. Desde entonces
se siguió esta tradición en los concilios del tiempo de Gregorio VII y en el
Concilio de Letrán de 1139. Expresando la opinión general, Graciano y Pedro
Lombardo admitieron la prohibición, que tomó así en las escuelas una forma
estereotipada. Sin embargo, el desarrollo del capital y del comercio introdujeron de nuevo la economía monetaria compleja del
mundo antiguo. Se hubiera podido esperar que el problema se plantease
totalmente; pero la tradición unánime era demasiado fuerte y la realidad
económica demasiado imperfecta. Era imposible una revolución. Se añadieron a la
prohibición severas sanciones de suspensión y excomunión. Esto dejó a los
judíos el campo libre. Aunque en el terreno de las altas finanzas fueron
sobrepasados por los lombardos, los de Cahors y los florentinos —a los que no
intentaron unirse en las operaciones bancarias de los gobiernos y del papado—,
los judíos fueron hasta su expulsión los prestamistas del pobre y los usureros
de la sociedad medieval.
La prohibición del préstamo a interés siguió vigente y fue apoyada por una serie de notables comentaristas como Gil de Lessines, discípulo de santo Tomás, y más de un siglo después por Bernardino de Siena y el arzobispo de Florencia, Antonino. Sin embargo, las necesidades concretas de la economía comercial, basada en el crédito y la banca, exigían —y consiguió— que la prohibición se aplicase con flexibilidad. Los casuistas y, más aún, los especialistas en derecho civil se esforzaron por conseguirlo. Tomaron como texto fundamental el código de Justiniano y los comentarios hechos al mismo, que presuponían la percepción de un interés por el dinero prestado. Desde el
principio hubo tolerancia para los daños —intereses fortuitos (damnum emergens)— y las ocasiones
perdidas a consecuencia de un préstamo (lucrum cessans). Así, la falta de pago en la fecha determinada
podía ser castigada con una multa.
Se podía obtener una compensación ulterior por las ocasiones de provecho, normales e incluso excepcionales, que se habían perdido. Se autorizó la actividad bancaria y lo que hoy llamaríamos banca de
depósito. El que depositaba los fondos podía percibir un interés porque
su dinero no era prestado en sentido estricto, sino
depositado. Podía recobrarlo en cualquier momento. Tampoco se aplicó la prohibición
escrituraria —que se basaba en las exigencias del amor al prójimo— en los casos en que
entraba un elemento de actividad (como el cambio) o un riesgo desusado, como el seguro marítimo.
La renta anual o la hipoteca con interés plantearon problemas más delicados. Pero en la práctica se abrió una amplia brecha en el muro de la tradición.
Las ciudades de Italia y las del
norte llegaron a depender del préstamo forzoso para subsistir. Este préstamo no podía devolverse más que con
intereses. Esto incitó al establecimiento de sociedades
(al principio,
por los franciscanos) que hacían asequible el dinero —con un interés relativamente
pequeño— a los pobres, de quienes abusaban con frecuencia los prestamistas
eludiendo la ley. Estos monti di pietà, como se les llamó, fueron al principio mirados con recelo por los moralistas
conservadores, pero al fin la Iglesia los aprobó. No puede saberse exactamente
en qué medida las prohibiciones eclesiásticas basadas en un razonamiento y una
exégesis que hoy no son válidas obstaculizaron en la práctica el desarrollo de
las empresas comerciales legales o impidieron el comercio abusivo. Pero este
tema fue objeto de numerosas discusiones y se añadió al cúmulo de gravamina que los reformadores y los humanistas levantaron contra los
teólogos de la Edad Media.
CAPITULO XXXII¿REFORMA O DECADENCIA?
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